miércoles, 20 de marzo de 2024

Donde alumbran las luciérnagas

Donde alumbran las luciérnagas

Laura caminó por el sendero de flores que su abuela había plantado en la entrada de su casa y observó, cómo salía el sol a posarse sobre las copas de los árboles. Antes de que llegara el verano, para Laura, la luz se advertía diferente en aquellos campos donde las hierbas crecían fuertes y los sonidos cortaban el viento que olía a rocío en tierra áspera. Vio a Dolores —una de sus vecinas— aproximarse a ella con un gesto desconsolado pero sin voltear a verla. Traía a una niña envuelta en una sábana color crema. Supuso que era su hija más pequeña, Nayeli, porque entre el trapo que la tapaba, vio los rizos castaños que la caracterizaban.

Dolores entró sin tocar la puerta y seguida de ella, Laura. Entre las dos acostaron a Nayeli sobre el piso de la casa. Laura notó, al tocarla, que ardía en fiebre, estaba pálida y con el abdomen abultado.

Dolores la llevó con La Mayama, porque era bien conocida por ayudar a deshacerse de los niños no deseados. Laura sabía que a Nayeli, la niña de los rizos castaños, la habían violado. Escuchó a la gente decir que fue un hombre que trabajaba en las tierras de Don Fernando. Ella jugaba con otras niñas, como todos los días, al salir de la escuela. Pero esa tarde llovió y Don Fernando mandó a la gente a su casa.

Dijo Dolores, que la niña llegó llorando, con la carita toda enlodada y entre sus piernas delgadas y morenas le escurría la sangre que dejó manchados, para siempre, los huaraches blancos que le había traído su tío Pancho de Guadalajara.

—La niña viene con fiebre, Lola. Así es más peligroso sacárselo —dijo Mayama.

—¡Mayama, por favor, te lo pido por mi madre que tanto te quería!

—No es justo prometer a la memoria de los muertos.

—Si no me curas a la niña, seguro que mi hermano Pancho vendrá y les quemará la casa.

—¡Pos´ mejor que vaya y queme al que embarazó a la Nayeli! —dijo Laura para defender a su abuela.

—¡La forzó! Ella qué va andar haciendo con un señor si todavía juega a las muñecas. Dice Pancho que a lo mejor el cabrón huyó porque no lo encuentra por ninguna parte. Y dijo la Chayito que seguro se jué pal´ otro lado, que pa´ allá se van muchos huyendo, a buscar trabajo en el campo y ganar en dólares. Además ya no falta mucho pa´ que mi marido note que la Nayeli está embarazada. Si se da cuenta me mata.

Mayama volteó a ver a Laura con una de esas miradas de complicidad que solamente dos seres como ellas pueden entender. Laura se acercó a su abuela.

—¿Qué necesitas, mi Mayama?

—Tráeme los trapos y la olla con el agua hirviendo.

—Pero, la Nayeli trae harta fiebre y…

—Ya sabes qué hacer, Laura.

Mayama tomó el extracto de codorniz, la lengua y las escamas de víbora. En un molcajete ardiendo, mezcló todo y agregó un poco de infusión de hierbas. Lo molió con una piedra hasta formar una pasta.

Laura tomó los trapos calientes y los puso en los pechos, apenas visibles, de la niña. Mayama tomó su báculo, recitando el canto de sanación metió sus manos en el molcajete como si aquello no pudiera quemarlas y le untó la pasta negra humeante, en el vientre. Mientras la niña convulsionaba por la fiebre, Laura no dijo nada, pero sabía que esa receta no era lo que Lola buscaba.

Aquel momento le recordó cuando Mayama la curó comiendo una pasta de gusanos de la tierra de caña. También tuvo presente que, mientras le cantaba las palabras de la arena, le enseñó a tallar su propio báculo, el bastón que sería su destino.

Mayama entró en trance, abrió los ojos y Dolores se asustó al verlos completamente blancos. Recitó con una voz ronca y gruesa, sonidos indistinguibles. La niña abrió los ojos y vomitó un líquido negro casi del mismo color del ungüento caliente que le había puesto Mayama. Recostada en el piso de piedra sobre la sábana blanca que había llevado su madre, sintió un dolor en el vientre seguido de una cálida humedad en su entrepierna; cuando se tocó, palpó un líquido caliente. Al ver su mano llena de sangre se desmayó. Dolores la cargó y sin importarle que Mayama no había terminado, la sacó de la casa gritando una y otra vez que la niña se había muerto. Laura tomó a su abuela y la recostó en la cama, que últimamente, cada vez que hacía un trabajo, quedaba más desgastada.

—¡Ay mi Mayama! La Nayeli no va a pasar la noche, no debimos ayudarla.

—Nosotras nos debemos a la tierra y a la madre de los vientos. Nuestro camino es la sanación o la muerte. Llevarlas hasta las últimas consecuencias.

—¿Por qué no le hiciste lo que la Lola pidió? Sé que esa curación es…

—La Nayeli no iba a aguantar así como estaba, primero había que curar. Ahora ve y tráeme un té con las hierbas del tazón de barro.

Mayama era esa mujer a la que todos temían en el pueblo, pero también a la que buscaban cuando todo lo demás les había fallado. A ella le enseñó su madre, y a su madre, su abuela. Su hija Carmen renunció a esa vida y dejó a Laura con Mayama cuando tenía once años. Aún con el abandono de su madre, Laura no era una mujer triste; pero sí solitaria.

Los jóvenes de su edad decían que su padre era un demonio porque ella tenía los ojos color miel que brillaban más en contraste con su piel morena; y al verlos justo cuando el sol de la tarde tocaba su rostro, parecían del mismo tono rojizo de la tierra. Otros tantos decían que su madre la había abandonado porque Laura heredó la maldad de su padre, un hombre casado, que vivía en la ciudad y la embarazó cuando ella apenas tenía quince años.

A Laura no le importaba que le tuvieran miedo, le gustaba esa reputación que según ella le daba cierto poder sobre los otros. Mayama le enseñó a hacer su primera interrupción de embarazo a los doce años, después de ese día ya nada la asustó. Las mujeres como ellas, protegen y curan, han visto el mundo con otros ojos. Su enseñanza es tan temprana y dolorosa que las vuelve distintas a las demás personas. Una chamana no tiene prejuicios, no se limita. Una mente pequeña solamente cree en lo que ve, se queda en su lugar y no ve más allá, nunca se pregunta quién decide su destino, pero Mayama y Laura, sabían que su destino estaba en sus manos, es lo que han aprendido del pasado ancestral. Pero también saben que son capaces de dañar si el fin lo requiere. Por esa razón, cuando en sueños se le apareció Chaxiraxi, la diosa madre, a Laura, en medio de una tormenta de arena con luciérnagas feroces que moraban titilantes a sus pies y le ofreció el poder de la vida y la muerte con el único precio de renunciar por completo a su humanidad, no se lo contó a Mayama.

Porque la enseñanza de su abuela siempre había sido parte de la luz y la vida, aunque Laura en realidad albergaba en su alma una oscuridad que podía devorar los mares por completo, un poder infinito con posibilidades más profundas y oscuras. Mayama siempre le insistió a Laura que esa parte de la enseñanza debía permanecer dormida, porque el fuego siempre vuelve a quemar la mano que lo provoca. Aunque fue ella también, quien le enseñó a transformarse en un quetzal, el tótem que le había regalado su ascendencia.

Laura tenía claros los peligros y al estar consciente de todo, guardaba en su pecho el deseo ferviente por lanzar una que otra maldición a las niñas que alguna vez se habían burlado de ella.

Nayeli murió esa tarde. Después de varias horas de agonía y dolor. Cuando Laura escuchó esto, justo al caer la noche en la plaza del pueblo, regresó a casa de su abuela, que tranquila, tomaba un té y fumaba un cigarro en su mecedora frente a la ventana.

—¡Mayama, Mayama! ¡Se murió la Nayeli! —Mayama con mucha calma le contestó:

—Era tiempo.

—¿Qué dices?

—Lo supe desde que llegó a la casa. Le ayudé pa’ que no sufriera tantísimo. A esa niña nadie podía salvarla, la muerte la estaba jalando pa’ la tierra y con eso, ni nosotras podemos.

—Te van a culpar, abuela. La Lola va a venir a quemarnos la casa.

—Este es nuestro hogar, hija, y nadie puede quitarnos lo que somos. Ni el fuego de los hombres comería nuestras almas ¿recuerdas?. Ya te lo he dicho, pero cuando portes tu báculo de sanadora, lo entenderás.

Esa misma noche, mientras dormían, las despertó el estruendo de unos hombres que tiraron la puerta. Las arrastraron hasta el patio. Con antorchas iluminaron aquella oscuridad hostil. Laura gritaba, suplicaba por su abuela, pero la gente insistía que la bruja había matado a Nayeli.

Laura, desesperada, trató de invocar a los elementales, pero con un puñetazo en la boca la dejaron tendida en el suelo saboreando sus lágrimas, tierra y sangre, que se mezclaron con un mareo ensordecedor. Apedrearon a Mayama, le jalaron la trenza larga y canosa, que portaba como símbolo de sabiduría y se la cortaron con unas tijeras oxidadas. Sin fuerza para levantarse, llena de lodo y sangre, la patearon tanto que se orinó en la bata. Le cortaron la ropa y la desnudaron; con unas cuerdas la amarraron a un árbol.

Laura invocó a Chaxiraxi para aceptar el trato, ofrecerle toda su humanidad y poder infectar las tierras y los vientres de todas las mujeres del pueblo con sequías. Aunque Mayama le había pedido no utilizar aquella fuerza oscura, Laura estaba segura, que ese valle y la gente que lo habitaba, estarían malditas durante los siguientes cien años. Intentó levantarse y un hombre la golpeó hasta dejarla tendida. La tomó del cabello y le levantó la cara, mientras con una voz tenue y cobarde, le decía que mirara.

Las cuerdas ásperas y viejas rasgaron la piel suave de Mayama. El padre de Nayeli se acercó temblando y la bañó con gasolina sin sentir ningún remordimiento. La gente gritó enervada. Dolores, con una antorcha, acercó el fuego a los pies de Mayama para asustarla.

Laura sintió que lloraba, pero con el rostro golpeado, no logró distinguir sus lágrimas. Cerró los ojos y el sonido de los gritos se desvaneció. Pudo verse vestida de blanco junto a Mayama, sin dolor ni miedo; caminando por los surcos de ese pueblo con las luciérnagas furiosas de Chaxiraxi resplandeciendo a sus pies. La gente corría, gritaba. Los niños lloraban al lado de los cuerpos de sus madres. Algunos hombres se contorsionaban achicharrados por un fuego garrafal. Las casas se quemaban dentro de una hoguera que se sentía como un pequeño infierno. La carne quemada de los cuerpos que apilaban las zanjas, impregnaba el ambiente con un olor a animal muerto y venganza.

Laura supo que cualquiera que fuera su destino y el de Mayama, la diosa madre le había otorgado la capacidad de ver el futuro del pueblo y que su maldición estaba arreglada.

Abrió los ojos. La gente gritaba: —¡Quemen a las brujas!—. Arrojaron a Laura a los pies de su abuela y con la antorcha, Lola, comenzó el siniestro. Mayama, sin parpadear siquiera, aceptó el fuego, como quien ya ha logrado no sentir nada.

viernes, 18 de enero de 2019

Reseña de “El libro de la enfermedad” del Poeta Daniel Miranda Terrés

Es del conocimiento universal que el mejor tema para explotar como autor es del que se tiene mayor conocimiento, en el caso de la Poesía también es cierto, pero además es importante que el conocimiento y la sinceridad en los sentimientos vayan de la mano; y precisamente es lo que encontré en “El libro de la enfermedad” de Daniel Miranda Terrés.

Ganador del Premio Internacional de Poesía Ramón Iván Suárez Caamal 2016; pareciera innecesario decir más al respecto pero, me parece importante resaltar que esta obra tiene un valor estilístico y emocional que todo poeta aspira conseguir a lo largo de su vida. Cuenta con una forma y musicalidad exquisitas que se notan en cada verso; también un fondo sincero y tremendo que toca cada fibra del lector.

¿Por qué debemos leer este libro? Porque es un espejo. Todos tenemos familia; estamos ligados a historias trágicas de amor, ya sea de parientes cercanos o lejanos; también para comprender la herencia que nos ha dejado ese hilo de sangre; como individuos que están conectados por medio de la enfermedad. Me parece una interesante exploración sobre el tema de la unión familiar, el pasado y el manejo de las ausencias, borrando de los recuerdos a manera de asesinato, a los que se han ido por su propia cuenta dejando atrás heridas de muerte.

Daniel abre completamente las puertas de su casa y nos invita a ver dentro de sus recuerdos y observar a través de sus ojos un mundo que le enseñó a ser fuerte y hábil desde muy temprana edad.

Me quedo con la frase de Daniel Miranda Terrés:

“Después de todo las palabras también son piedras y se hunden.
Sólo los muertos flotan.”